Grandes
guerras se publican
en la tierra
y en el mar,
y al conde
Flores le nombran
por capitán
general.
Lloraba la
condesita,
no se puede
consolar;
acaban de ser
casados,
y se tienen
que apartar:
—¿Cuántos
días, cuántos meses,
piensas estar
por allá?
—Deja los
meses, condesa,
por años
debes contar;
si a los tres
años no vuelvo,
viuda te
puedes llamar.
Pasan los
tres y los cuatro,
nuevas del
conde no hay;
ojos de la
condesita
no cesaban de
llorar.
Un día
estando a la mesa,
su padre le
empieza a hablar:
—Cartas del
conde no llegan,
nueva vida
tomarás;
condes y
duques te piden,
te debes,
hija, casar.
—Carta en mi
corazón tengo
que don
Flores vivo está.
No lo quiera
Dios del cielo
que yo me
vuelva a casar.
Dame licencia,
mi padre,
para ir el
Conde a buscar.
—La licencia
tienes, hija,
mi bendición
además.
Se retiró a
su aposento
llora que te
llorarás;
se quitó
medias de seda,
de lana las
fue a calzar;
dejó zapatos
de raso,
los puso de
cordobán;
un brial de
seda verde,
que valía una
ciudad,
y encima del
brial puso
un hábito de
sayal;
esportilla de
romera
sobre el
hombro se echó atrás;
cogió el
bordón en la mano,
y se fue a
peregrinar.
Anduvo siete
reinados,
morería y
cristiandad;
anduvo por
mar y tierra,
no pudo al
conde encontrar;
cansado va la
romera,
que ya no
puede andar más.
Subió a un
puerto, miró al valle,
un castillo
vio asomar:
—Si aquel
castillo es de moros,
allí me
cautivarán;
mas si es de
buenos cristianos,
ellos me han
de remediar.
Y bajando
unos pinares,
gran vacada
fue a encontrar:
—Vaquerito,
vaquerito,
te quería
preguntar
¿de quién
llevas tantas vacas
todas de un
hierro y señal?
—Del conde
Flores, romera,
que en aquel
castillo está.
—Vaquerito,
vaquerito,
más te quiero
preguntar
del conde
Flores tu amo,
¿cómo vive
por acá?
—De la guerra
llegó rico;
mañana se va
a casar,
ya están
muertas las gallinas
y están
amasando el pan;
muchas gentes
convidadas,
de lejos
llegando van.
—Vaquerito,
vaquerito,
por la Santa
Trinidad,
por el camino
más corto
me has de
encaminar allá.
Jornada de
todo un día,
en medio la
hubo de andar;
llegada
frente al castillo,
con don
Flores fue a encontrar,
y arriba vio
estar la novia
en un alto
ventanal.
—Dame
limosna, buen conde,
por Dios y su
caridad.
—¡Oh, qué
ojos de romera
en mi vida
los vi tal!
—Sí los
habrás visto, conde,
si en Sevilla
estado has.
—La romera
¿es de Sevilla?
¿Qué se
cuenta por allá?
—Del conde
Flores, señor,
poco bien y
mucho mal.
Echó la mano
al bolsillo,
un real de
plata le da.
—Para tan
grande señor,
poca limosna
es un real.
—Pues pida la
romerica,
que lo que
pida tendrá.
—Yo pido ese
anillo de oro
que en tu
dedo chico está.
Abrióse de
arriba abajo
el hábito de
sayal:
—¿No me
conoces, buen conde?
Mira si
conocerás
el brial de
seda verde
que me diste
al desposar.
Al mirarla en
aquel traje
cayóse el
conde hacia atrás.
Ni con agua
ni con vino
se le puede
recordar,
si no es con
palabras dulces
que la romera
le da.
La novia bajó
llorando
al ver al
conde mortal;
y abrazado a
la romera
se lo ha
venido a encontrar.
—Malas mañas
sacas, conde,
no las podrás
olvidar;
que en viendo
una buena moza,
luego la vas
a abrazar.
Malhaya, la
romerica
quién te
trajo para acá.
—No la
maldiga ninguno
que es mi
mujer natural.
Con ella
vuelvo a mi tierra;
adiós,
señores, quedad;
quédese con
Dios la novia,
vestidica y
sin casar
que los
amores primeros
son muy malos
de olvidar.